jueves, 23 de febrero de 2012

“Doctor, ¿me puede abrazar?”



Tenía que dar la tristísima noticia a una mamá que su hijito de 7 años con un sida terminal (post-transfusional, al comienzo de la epidemia), se iba a morir. Dije la consabida frase “ya no hay nada que hacer” a lo que la mamá me contestó: “sí hay por hacer”. “Qué puedo hacer?” le pregunté y con lágrimas en los ojos me dijo: “Doctor, me puede abrazar?”

Nunca volví a decir “no hay nada que hacer”, sino “ya no hay nada que tratar, como médico ya no puedo hacer nada, pero como persona, puedo hacer algo por usted?” Y siempre se puede hacer algo. Cuando ya no hay “tekné”, siempre hay “medeos”.

Estamos (mal) acostumbrados a decidir por el paciente pensando que nuestras decisiones son las mejores, pero éstas pertenecen siempre al enfermo y no a nosotros, por mejor intencionados que estemos.

Ante un paciente terminal frecuentemente (y muchas veces a pedido de la familia) aumentamos la dosis de sedantes para que no sufra, para que “no se de cuenta”. Pero siempre, es así?. En muchas ocasiones debemos tener el coraje (porque no es fácil) de avisarle al enfermo de sus últimos momentos.

En la Edad Media la gente elegía a un amigo que tenía la obligación de anunciarle su final. Le llamaban el “nuncius mortis”.

¿Por qué debemos proceder así?. Porque la inminencia de la muerte es el momento reflexivo más trascendente de la vida, el momento de las grandes decisiones y no me refiero solamente a las testamentarias sino, más importante aún, las afectivas. En mi experiencia de  años en terapia intensiva fueron muchos los pacientes que me decían: “cuando llegue el momento, no quiero sufrir pero quiero estar lúcido”
Tomado de Intramed

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